
Supongo que no sólo sería justo considerar a Howard Pyle, nacido en los EE.UU., en el estado de Delaware, el padre de la ilustración norteamericana (como suele considerársele), sino también un cruce de caminos en el campo al que dedicó su carrera.
Hijo de una familia de cuáqueros, Pyle alcanzó un relativo éxito tras mudarse a Nueva York para ampliar estudios a los veintitrés años y, tal como hicieron muchos artistas de la época, buscar trabajo en el terreno de la ilustración con tal de financiarse la carrera de pintor. No tardó en recibir encargos de las principales publicaciones del momento, entre las cuales encontramos Cosmopolitan, Harper’s Weekly, Harper’s Monthly y Scribner’s.
Regresó a su estado natal con una idea bastante aproximada de las exigencias que imponía el mercado, y también de la que se avecinaba: Pyle preveía que en un futuro no muy lejano habría una amplia demanda de ilustradores debida a los avances de las técnicas de impresión y la proliferación de publicaciones. Dichos ilustradores necesitarían dominar un amplio espectro de técnicas y herramientas, ser auténticos hombres del Renacimiento. ¿Qué fue lo que hizo?
Se puso a dar clases. Dicen que nunca cobró un céntimo de dólar por enseñar. No sé si será verdad, pero qué diablos, a mí me parece una buena historia.
Una de las cosas que más sorprenden es pensar en la cantidad de buenos artistas que se formaron bajo la tutela de este señor en lo que se vino a conocer como la Escuela de Brandywine. Tenemos, claro está, a N.C. Wyeth, de quien ya escribí algo en una entrada anterior, pero también nombres tan conocidos como Maxfield Parrish y Frank Schoonover. No sólo artistas masculinos, puesto que del centenar de ilustradores que pasaron por sus manos el cuarenta por ciento fueron mujeres (destacan Elizabeth Shippen Green, Violet Oakley y Jessie Wilcox Smith, trío conocido por el apodo «The Red Rose Girls»), y eso que por aquel entonces no era habitual que las mujeres estudiasen para convertirse en ilustradoras comerciales.
Cuentan que Vincent van Gogh coleccionaba recortes de las ilustraciones que Pyle publicó en Harper’s.
Aparte de su faceta de profesor, como profesional dominaba diversas técnicas. Era capaz de imprimir una gran fuerza a las imágenes (basta con ver la que encabeza esta entrada), y como ya va siendo hora de incluir alguna más hay que admitir que las suyas de piratas son bastante famosas.

También escribió, y mucho; empezó con un libro estupendo dedicado a Robin Hood que aquí publica Anaya en la colección Tus Libros, y con el tiempo se dedicaría a reescribir las aventuras que nos ocupan, las del rey Arturo y sus caballeros. Lo hizo con la pasión y el vigor que lo caracterizaban, libros para jóvenes, rebajando tal vez el tono de los temas más comprometidos del ciclo, pero contando la historia de principio a fin, influenciada por la tardía versión de sir Thomas Malory.
- The Story of King Arthur and his Knights, 1903
- The Story of the Champions of the Round Table, 1905
- The Story of Sir Launcelot and his Companions, 1907
- The Story of the Grail and the Passing of Arthur, 1910
Y lo mejor de todo es que estas novelas, cuyo lenguaje no era precisamente fácil (corrían otros tiempos y los jóvenes no temían, supongo, enfrentarse a lecturas difíciles), incluyen abundantes ilustraciones suyas, y así fue cómo nos legó retratos de los personajes principales, de Lanzarote, de Galván, de Tristán de Leonís, por citar algunos. Y también el de Iseo la Rubia, que incluyo.
Ya veterano, decidió que poco iba a aprender donde vivía, razón por la que embarcó a toda su familia en un viaje que lo llevó a conocer y estudiar en profundidad a los grandes maestros clásicos. Murió en Florencia en 1911. No había cumplido los sesenta años, pero había dejado un legado que aún hoy, tras varias generaciones, perdura.
Como viene siendo costumbre, reservo este espacio final para advertir a los fieles de la búsqueda de la fabulosa Bestia Aulladora que ésta no será la última entrada que dedique a mostrar la parte artúrica de la obra de este gran ilustrador.